viernes, 5 de junio de 2009

En la familia y en la escuela

En los grandes centros de video juegos Umeda, en Osaka, Akihabara e Ikebukuro, en Tokio, los jugadores tienen más bien entre veinte y treinta años que entre doce y quince. De los momentos de diversión pasados entre el ruido ensordecedor de las máquinas y los estímulos visuales de la pantalla, que ofrece sólo juegos repetitivos, salen más embrutecidos que excitados. "Ningún estudio llegó a conclusiones sobre el peligro de los video juegos" , revela Junichi Seto, un periodista del Mainichi Shimbun, especializado en delincuencia juvenil.

¿Debe realmente temerse que los jóvenes no diferencien entre la imagen virtual en la pantalla y la vida real? Más bien parece que las causas profundas de este recrudecimiento de la violencia surgen de la desintegración de la familia, de la crisis del sistema educativo y de las consecuencias de la política de desarrollo a cualquier precio llevada a cabo desde 1945. Luego de la segunda guerra mundial, los japoneses consagraron su tiempo y energía al trabajo y a la empresa, descuidando su vida familiar y comunitaria. Los daños provocados en la sociedad son evidentes. En una cultura dominada por la pertenencia a una comunidad (a diferencia de la sociedad occidental, desde hace mucho tiempo individualista), las relaciones humanas se degradaron considerablemente y los valores tradicionales cayeron poco a poco en desuso. La juventud se encuentra hoy en día sin parámetros.

La familia nuclear, generalmente con un hijo único, reemplazó a la familia numerosa de antes. En este país sub-urbanizado, los abuelos o los primos viven a veces lejos y los viajes son demasiado largos para que unos y otros se visiten frecuentemente. El barrio, la otra red tradicional de solidaridad, está también a punto de desaparecer a causa de la urbanización y la pérdida de los valores tradicionales de la comunidad. Antes, los padres que se ausentaban dejaban a sus hijos al cuidado de los vecinos. Hoy en día, los dejan librados a su suerte.

Los padres -en especial el padre, que representa a la autoridad- conceden cada vez menos tiempo a sus hijos. "Los japoneses tienen casa, pero no tienen hogar" , subraya el inspector Naritada Nishioka, director-adjunto de la sección de delincuencia juvenil de la policía de Osaka. Además, es cada vez más difícil defender valores morales ante las generaciones jóvenes, cuando todo contribuye a destacar su decadencia. Basta con constatar los escándalos político-financieros que sacuden al país desde hace diez años, en los que aparecen implicados los paradigmas de antes, en especial jefes de grandes empresas, políticos, altos funcionarios. O el desmesurado poder del dinero, testimoniado por el fenómeno de la prostitución de las estudiantes secundarias.

Del mismo modo que la institución familiar, el sistema educativo atraviesa una crisis profunda. Durante mucho tiempo eficaz, el modelo escolar instrumentado para el crecimiento económico de la posguerra ya no funciona correctamente. "El objetivo de los jóvenes es entrar al mejor secundario, para llegar a la mejor universidad, para ser miembro de la mejor empresa, ganar buen dinero y hacerse ricos. Su visión es muy materialista" , resume el periodista Juniuchi Seto. La selección se produce muy temprano. Un concurso, al término de tres años de secundaria, determina el futuro de los adolescentes de quince años. Para acceder a las grandes empresas o a los altos cargos públicos, no hay mas que una vía: una media docena de universidades a las que se accede a través de institutos secundarios prestigiosos, para los que también hay que superar un concurso.

Para sobrellevar estos desafíos, los estudiantes trabajan sin descanso. Luego de las seis horas cotidianas de clase y de una o dos horas en el club deportivo o cultural integrado a la escuela -y cuasi obligatorio- dos tercios de los jóvenes van a un juku (clases particulares), de dos a cuatro veces por semana. Para esto, los padres, aceptan hacer esfuerzos financieros importantes. Repetir el año no está permitido. "Los profesores intentan ayudar a los malos alumnos, pero honestamente, no se puede hacer gran cosa" , admite Saeki, director de la escuela de Sendaí. Los estudiantes sufren presiones tan grandes por parte de sus padres y del sistema escolar que se vuelven a menudo violentos, o bien bajan los brazos y se niegan a ir a la escuela. Todos los miembros del sistema educativo reconocen que este comportamiento se torna un problema mayor.

Desde el mundo político, los medios y la sociedad civil se elevan numerosas voces demandando la revisión de la ley sobre delincuencia juvenil, votada hace cincuenta años bajo influencia estadounidense y favorable a la reinserción de criminales. La Asociación de Víctimas de la Delincuencia Infantil, surgida hace dos años, pide que la responsabilidad penal sea rebajada de dieciséis a catorce años, así como la intervención de un procurador en el proceso y la apertura de los debates al público. La revisión de la ley respondería ciertamente a la necesidad de justicia de las víctimas y de la población en su conjunto, pero es poco probable que permita frenar el aumento de la violencia, como lo demuestra el contraejemplo estadounidense6.

Para el doctor Nakazawa, "no es la juventud la que se descarría, son los adultos. Miren la evolución del país en cincuenta años, miren la situación hoy: el gobierno invierte sumas enormes para salvar a los bancos y casi nada para la acción social. "

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