viernes, 29 de mayo de 2009


La explosión del pop japonés


Todas las barreras que habitualmente separan el arte con mayúsculas del arte popular aquí no existen. Los cuadros y las esculturas se mezclan con figuritas de merchandising, juguetes de plástico y dibujos animados. Todo vale. Porque en el Japón del siglo XXI los museos muestran bolsos de Armani, en las tiendas de ropa se puede ver una exposición de Matisse, y artistas célebres como Takashi Murakami, comisario de esta muestra, reciben encargos publicitarios. "En Japón las galerías de arte carecen de significado. Y una tienda de Louis Vuitton es el lugar más poderoso para mostrar algo", aseguraba el crítico japonés Noi Sowaragi en The New York Times.


Esta transgresión de los límites entre comercialidad y arte sería, según Murakami, resultado de la influencia de la subcultura otaku, el culto fanático al pop en el que el anime y el manga, con sus imágenes apocalítpticas y su fetichismo comercial, ha terminado fagocitando toda expresión artística de los creadores japoneses de las últimas tres décadas.

Little Boy era el nombre en clave de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima en 1945. El título de la muestra no es casual, puesto que se trata de la tercera exposición dentro de una trilogía con la que Murakami ha tratado de explorar y a la vez criticar la respuesta artística de su país a la Segunda Guerra Mundial. Según este cotizado creador de 43 años, la cultura popular japonesa tiene su raíz en la reacción con la que su país decidió responder a la condición de Japón en el mundo tras su derrota bélica. La devastación provocada por Little Boy, unida a su dependencia militar y política de EE UU y la sustitución de la cultura tradicional por otra basada en la producción de objetos de consumo compulsivo para niños y adolescentes, dieron pie al otaku. En el lenguaje callejero, otaku significa "persona sin vida social más allá del objeto de sus obsesiones". Hoy su sentido se ha expandido para denominar ese movimiento cultural que infantilizó los conceptos estéticos de los creadores japoneses desde principios de los años ochenta y en torno al que giran hordas de otakus unidos por su pasión nostálgica hacia personajes de ciencia-ficción de los sesenta como Ultraman o dibujos animados como los de Akira.

Sobre una pared negra en la que puede leerse el artículo 9 de la Constitución japonesa (con el que se renunció al Ejército tras la II Guerra Mundial), las figuras de Godzilla reviven los efectos devastadores de las mutaciones radiactivas, con la contradicción implícita de que el mutante es también un fetiche de la cultura japonesa. Un cuadro de Murakami, titulado Time Bokan (como la serie de televisión), se apropia de las imágenes de este dibujo animado relacionado con las amenazas nucleares y lo transforma en un muñeco divertido y feliz.

Son las reflexiones de los artistas japoneses de hoy, que han optado por disminuir el peso de la historia transformándola en un juego de colores que anestesia el dolor del pasado. En palabras de Murakami, constituyen "el reflejo de un Estado a la deriva y apolítico".


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